Lo mejor que
pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el
insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi
carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra
con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto
establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto
excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar,
sino castigar impunemente.
Una injuria
queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente
queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado
que es él quien se venga. Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de
obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él.
Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir
que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.
Aquel Fortunato
tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda
consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido
en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la
mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión
requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y
austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus
compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era
sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También
yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me
presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
Una tarde, casi
al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con
excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba
disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de
colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con
cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su
mano como en aquel momento.
-Querido
Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué
buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que
llaman amontillado, y tengo mis dudas.
-¿Cómo? -dijo
él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
-Por eso mismo
le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de pagarlo
como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo
de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
-¡Amontillado!
-Tengo mis
dudas.
-¡Amontillado!
-Y he de
pagarlo.
-¡Amontillado!
-Pero como
supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un
buen entendido. Él me dirá...
-Luchesi es
incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
-Y, no obstante,
hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
-Vamos, vamos
allá.
-¿Adónde?
-A sus bodegas.
-No mi querido
amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún
compromiso. Luchesi...
-No tengo ningún
compromiso. Vamos.
-No, amigo mío.
Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las
bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.
-A pesar de
todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y
Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo esto,
Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome
bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los
criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del
Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana
siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas
órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata
desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
Cogí dos
antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié,
haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje
que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera,
recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los
últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo
de las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi
amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una
de sus zancadas.
-¿Y el barril?
-preguntó.
-Está más allá
-le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las
paredes de la cueva.
Se volvió hacia
mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la
embriaguez.
-¿Salitre? -me
preguntó, por fin.
-Salitre -le
contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
-¡Ejem! ¡Ejem!
¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi pobre amigo
le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
-No sé nada -dijo
por último.
-Venga -le dije
enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico,
respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro
tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto.
Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad.
Además, cerca de aquí vive Luchesi...
-Basta -me
dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
-Verdad, verdad
-le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe
tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.
Y diciendo esto,
rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras
análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
-Beba -le dije,
ofreciéndole el vino.
Llevóse la
botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con
familiaridad. Los cascabeles sonaron.
-Bebo -dijo- a
la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
-Y yo, por la
larga vida de usted.
De nuevo me
cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
-Esas cuevas -me
dijo- son muy vastas.
-Los Montresors
-le contesté- era una grande y numerosa familia.
-He olvidado
cuáles eran sus armas.
-Un gran pie de
oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se
clavan en el talón.
-¡Muy bien!
-dijo.
Brillaba el vino
en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa
del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos,
mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las
catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un
brazo, más arriba del codo.
-El salitre -le
dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las
bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran
por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa
tos...
-No es nada
-dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
Rompí un frasco
de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon
con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que
no pude comprender.
Le miré
sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
-¿No comprende
usted? -preguntó.
-No -le
contesté.
-Entonces, ¿no
es usted de la hermandad?
-¿Cómo?
-¿No pertenece
usted a la masonería?
-Sí, sí -dije-;
sí, sí.
-¿Usted?
¡Imposible! ¿Un masón?
-Un masón
-repliqué.
-A ver, un signo
-dijo.
-Éste -le
contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
-Usted bromea
-dijo, retrocediendo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
-Bien -dije,
guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Apoyóse
pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos
por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego,
descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del
aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de
la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido
alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de
nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.
Tres lados de
aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto
habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en
un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así
descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto
interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una
altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso
determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes
pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una
de las paredes de granito macizo que las circundaban.
En vano,
Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la
profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
-Adelántese -le
dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
-Es un ignorante
-interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por
mí.
En un momento
llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se
detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo
al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas
horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los
eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado
aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del
recinto.
-Pase usted la
mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en
efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me
queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados
que están en mi mano.
-¡El
amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
-Cierto
-repliqué-, el amontillado.
Y diciendo estas
palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido.
Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de
piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta,
empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer
trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de
Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello
fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el
grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio.
Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí
entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos
minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me
senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel
rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta,
sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho.
De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había
ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
Una serie de
fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado,
como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
Durante un
momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por
el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme.
Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a
acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los
repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que
gritaba acabó por callarse.
Ya era
medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava,
novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y
quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su
peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces
salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con
una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble
Fortunato. La voz decía:
-¡Ja, ja, ja!
¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el
palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
-El amontillado
-dije.
-¡Je, je, je!
Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el
palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
-Sí -dije-;
vámonos ya.
-¡Por el amor de
Dios, Montresor!
-Sí -dije-; por
el amor de Dios.
En vano me
esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta
voz:
-¡Fortunato!
No hubo
respuesta, y volví a llamar.
-¡Fortunato!
Tampoco me
contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer
en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el
corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a
terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra
y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra
la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!