A las doce de
cierta noche del mes de octubre y durante el caballeresco reinado de Eduardo
III dos marineros pertenecientes a la tripulación del Free and Easy, goleta que
traficaba entre Sluys y el Támesis, anclada entonces en ese río, quedaron muy
sorprendidos al hallarse instalados en el local de una taberna de la parroquia
de San Andrés, en Londres, taberna que enarbolaba por muestra la figura de un
«alegre marinero». El local, aunque de pésima construcción, renegrido por los
humos, de techo bajo y conforme en todos los conceptos con el carácter general
de los tugurios de aquella época, se adaptaba bastante bien a sus fines según
juicio de los grotescos grupos que lo ocupaban dispersos aquí y allá.
De aquellos
grupos, nuestros dos marineros constituían el más interesante, si no el más
notable. El que aparentaba más edad y a quien su compañero se dirigía con el
característico apelativo de «Patas» era con mucho el más alto de los dos.
Podría medir seis pies y medio y un habitual encorvamiento de su espalda
parecía ser la consecuencia lógica de tan extraordinaria estatura. El exceso de
estatura estaba sin embargo más que compensado por deficiencias en otros
conceptos. Era sumamente flaco y sus compañeros afirmaban que, borracho, podía
servir de gallardete en el palo mayor, y que sobrio, no habría estado mal como
botalón de bauprés.
Estas chanzas y
otras de la misma índole no habían provocado por lo visto jamás la menor
reacción en los músculos faciales de la risa de nuestro marinero. Con sus
pómulos salientes, su ancha nariz aguileña, su mentón deprimido, su mandíbula
inferior caída y sus enormes ojos claros y protuberantes, la expresión de su
fisonomía parecía reflejar una obstinada indiferencia por todas las cosas en
general sin dejar por ello de mostrar un aire tan solemne y serio que
resultaría inútil intentar imitarlo o describirlo.
En su apariencia
exterior al menos el marinero más joven era, en todo, el envés de su camarada.
Su estatura no pasaba de cuatro pies. Un par de piernas sólidas y arqueadas
soportaba su rechoncha y pesada persona mientras los brazos cortos y robustos,
terminados en unos puños extraordinarios, colgaban balanceándose a los lados
como aletas de una tortuga marina. Unos ojillos de color indefinido
centelleaban muy hundidos bajo las cejas. La nariz quedaba sepultada en la masa
de carne que envolvía su cara redonda, llena y colorada, y su grueso labio
superior descansaba sobre el inferior, aún más carnoso, con un aire de profunda
satisfacción, harto aumentada por la costumbre que tenía su propietario de
lamérselos de cuando en cuando.
Miraba por
supuesto a su altísimo camarada con un sentimiento entreverado de maravilla y
burla; de cuando en cuando contemplaba su rostro en lo alto, como el rojizo sol
poniente contempla los roquedales del Ben Nevis.
Varias y
preñadas de incidentes habían sido las peregrinaciones de aquella divina pareja
durante las primeras horas de la noche por las diferentes tabernas de las
cercanías. Pero ni las mayores fortunas son eternas, y nuestros amigos se
habían aventurado en este último local con los bolsillos vacíos.
En el preciso
momento en que comienza esta historia, «Patas» y su compañero Hugh Tarpaulin,
se hallaban cómodamente apoltronados sobre los codos en la gran mesa de roble
del centro de la sala sosteniendo las mejillas con las manos. A través de una
gran botella de cerveza, contemplaban las ominosas palabras: no chalk que para
su indignación y asombro habían sido garrapateadas en la puerta con el
mismísimo mineral cuya presencia pretendían negar.
No es que
pretendamos que el don de descifrar los caracteres escritos -facultad que en
aquellos días estaba considerada por la comunidad como menos cabalística apenas
que el arte de trazarlos- pudiera ser imputado en estricta justicia a los dos
discípulos del mar. Pero lo cierto es que en aquellos rasgos había cierto
retorcimiento y en el conjunto no se qué indescriptible cabeceo que en opinión
de ambos marineros presagiaban una larga singladura de mal tiempo y que les
incitaron, según la metafórica expresión de «Patas», «a darle a las bombas,
arriar todo el trapo y largarse viento en popa».
Habiendo
consumido el resto de la cerveza y después de abotonarse apretadamente sus
cortos jubones echaron a correr hacia la puerta. Aunque Tarpaulin rodó dos
veces en la chimenea confundiéndola con la salida, terminaron por escabullirse
felizmente y a las doce y media de la noche hallamos a nuestros héroes
dispuestos a todo evento y bajando a la carrera por una sombría calleja rumbo a
Sto Andrews' Stair encarnizadamente perseguidos por la dueña del «Alegre
Marinero».
Muchos años
antes y después de la época en que sucede esta memorable historia, en toda
Inglaterra, pero especialmente en la metrópoli, resonaba periódicamente el
espantoso grito de « ¡la peste!». La ciudad había quedado despoblada
parcialmente y en los horribles parajes próximos al Támesis, entre pasajes y
callejuelas sombrías, angostas y sucias, donde parecía haber nacido el demonio
de la plaga, erraban tan sólo el Miedo, el Terror y la Superstición.
Aquellos barrios
estaban proscritos por real decreto y se prohibía bajo pena de muerte
adentrarse en su lúgubre soledad. Sin embargo ni el decreto del monarca, ni las
enormes barricadas levantadas a la entrada de las calles, ni siquiera la
perspectiva de aquella muerte atroz que casi con absoluta seguridad aniquilaba
al desgraciado que osara la aventura, impedían que las casas vacías y
desamuebladas fueran saqueadas noche tras noche de toda clase de objetos por
quienes buscaban hierro, bronce o plomo que pudieran reportar luego algún
beneficio.
Era corriente
cada vez que al llegar el invierno se abrían las barreras comprobar que las
cerraduras, los cerrojos y las bodegas secretas habían servido de poco para
proteger los ricos almacenes de vinos y licores que, teniendo en cuenta el riesgo
y las dificultades del transporte, fueron dejados bajo tan insuficiente
garantía por numerosos comerciantes con tiendas en la vecindad.
Pocos, sin
embargo, entre aquellos aterrorizados ciudadanos, atribuían las rapiñas a la
mano del hombre. Los espíritus y los duendes de la peste, los demonios de la
fiebre y los dueños de la plaga, eran para el vulgo los trasgos dañinos;
contábanse a todas horas relatos tan escalofriantes que el conjunto entero de
edificios prohibidos quedó a la larga envuelto en el. terror como en un sudario
y los mismos ladrones espantados con frecuencia por el horror que sus propios
saqueos habían creado, solían retroceder quedando el vasto círculo del barrio
prohibido, abandonado a las tinieblas, al silencio, a la pestilencia y a la
muerte.
Una de estas
terroríficas barricadas que señalaban el comienzo de la región condenada por el
edicto fue la que detuvo la vertiginosa carrera de «Patas» y del digno Hugh
Tarpaulin. No había que pensar en retroceder ni podían perder un segundo, pues
sus perseguidores les pisaban los talones. Para unos auténticos lobos de mar
como ellos trepar por aquella tosca armazón de maderas era una bagatela; y
excitados por el doble motivo del ejercicio y del licor escalaron en un segundo
la valla, saltaron dentro del recinto y animándose en su huida de borrachos con
gritos y juramentos, no tardaron en perderse por aquellos parajes recónditos,
fétidos e intrincados.
De no haber
tenido trastornado su sentido moral, sus vacilantes pasos hubieran quedado
paralizados por el horror de la situación. El aire era gélido y brumoso; entre
la hierba alta y espesa que se les enroscaba a los tobillos yacían las piedras
del pavimento desencajadas de sus alvéolos y desparramadas en bárbaro desorden.
Las casas derruidas obstruían las calles. Los miasmas más fétidos y ponzoñosos
flotaban por doquier; y con ayuda de esa débil luz que incluso a medianoche no
deja nunca de emanar de toda atmósfera vaporosa y pestilencial era posible
vislumbrar en los pasajes y en las callejuelas, o pudriéndose en las
habitaciones sin ventanas, la carroña de algún saqueador nocturno detenido en
sus rapiñas y fecharías por la mano de la peste.
Pero unas
imágenes como aquellas, aquellas sensaciones o aquellos obstáculos no podían
sin embargo detener la carrera de dos hombres valerosos por naturaleza y sobre
todo en aquel momento en que, rebosantes de arrojo y de cerveza, hubieran
penetrado tan en derechura como su tambaleante estado lo hubiese permitido en
las mismísimas fauces de la Muerte.
Adelante, siempre
adelante se tambaleaba el lúgubre «Patas» haciendo resonar aquella solemne
desolación con los ecos de sus aullidos semejantes al terrorífico grito de
guerra de los indios; y adelante, siempre adelante rodaba el rechoncho
Tarpaulin cogido al jubón de su más ágil compañero pero superando sus más
enérgicos esfuerzos en materia de música vocal con mugidos in baso que brotaban
del rincón más profundo de sus estentóreos pulmones.
No cabía duda de
que habían llegado ya a la ciudadela de la peste. A cada paso, a cada caída su
camino se volvía más infecto y horrible, la ruta más angosta e intrincada.
Enormes piedras y vigas se desplomaban, de cuando en cuando, de los podridos
tejados mostrando con la violencia de sus tétricas caídas la enorme altura de
las casas circundantes; y cuando para abrirse paso entre las frecuentes
acumulaciones de basura tenían que apelar a enérgicos esfuerzos, no era raro
que sus manos cayesen sobre un esqueleto o se hundieran en las carnes
descompuestas de algún cadáver.
De repente, y cuando
los marineros se tambaleaban frente a los umbrales de un gran edificio de
aspecto lúgubre, un gran alarido más agudo que de ordinario brotó de la
garganta del excitado «Patas» y fue contestado desde dentro por una rápida
sucesión de chillidos salvajes y diabólicos que semejaban carcajadas. Sin
arredrarse por aquellos sonidos que dado su índole, lugar y momento hubieran
helado la sangre en corazones menos excitados que los suyos, la pareja de
borrachos se precipitó de cabeza contra la puerta abriéndola de par en par y
entrando a trompicones en medio de una andanada de juramentos.
La habitación en
la que se hallaron resultó ser la tienda de un empresario de pompas fúnebres;
pero una trampilla abierta en un rincón del piso, junto a la entrada, permitía
vislumbrar una larga bodega cuyas profundidades, como lo proclamó un ruido de
botellas que se rompen, parecían estar bien surtidas. En el centro de la
habitación se levantaba una mesa sobre la que había una enorme sopera de algo
que parecía ponche. Botellas de vino y licores diversos, así como jarras,
frascos y tazas de todas formas y clases estaban esparcidas profusamente sobre
el tablero.
Sentados en
soportes de ataúdes veíase una tertulia de seis personas, que trataré de
describir una por una.
Enfrente de la
puerta y algo más elevado que sus compañeros sentábase un personaje que parecía
presidir la mesa. Era tan alto como flaco y «Patas» quedó atónito al ver un ser
más descarnado que él. Su rostro era tan amarillo como el azafrán pero ninguna
de sus facciones, salvo un rasgo, estaban lo bastante marcadas como para
merecer especial descripción. Ese rasgo notable consistía en una frente tan
insólita y a tal punto alta que más parecía bonete o corona de carne que cabeza
natural.
Su boca se
hallaba fruncida y curvada en un pliegue de horrenda afabilidad y sus ojos
-como los de las restantes personas sentadas a la mesa- brillaban con los
vapores de la embriaguez. Aquel gentleman iba vestido de pies a cabeza con un
paño mortuorio de terciopelo negro ricamente bordado que caía al desgaire en
torno a su cuerpo a la manera de una capa española. Su cabeza estaba
profusamente cubierta de negros penachos como los que utiJizan los caballos en
las carrozas fúnebres, que él agitaba de un lado a otro con aire tan garboso como
entendido; en la mano derecha sostenía un enorme fémur humano con el cual
acababa de golpear a uno de los miembros de la compañía para que cantase.
Frente a él y de
espaldas a la puerta hallábase una dama de apariencia no menos extraordinaria.
Aunque casi tan alta como el personaje descrito no tenía derecho a quejarse por
una delgadez anormal. Al contrario, por las trazas se hallaba en el último
grado de hidropesía y su cuerpo se parecía extraordinariamente a la enorme pipa
de cerveza que, con la tapa hundida, habla cerca de ella en un rincón de la
estancia. Su rostro era perfectamente redondo, rojo y lleno y ofrecía la misma
particularidad, o más bien ausencia de particularidad, que mencioné antes en el
caso del presidente, es decir, que tan solo un rasgo de su fisonomía requería
una descripción especial.
El sagaz
Tarpaulin observó en seguida que lo mismo podía decirse de todos los miembros
de la reunión pues cada uno de ellos parecía poseer el monopolio de una
determinada porción del rostro. En la dama en cuestión esa parte era la boca
que, comenzando en la oreja derecha, se extendía como terrorífico abismo hasta
la izquierda, al punto que los cortos pendientes que llevaba se le metían
constantemente en la abertura. No obstante, ella se esforzaba por mantenerla
cerrada y adoptar un aire digno. Vestía una mortaja recién planchada y
almidonada que le subía hasta la barbilla cerrándose con un cuello plisado de
muselina de batista.
A su derecha
hallábase sentada una diminuta damisela a quien la dama parecía proteger. Esta
frágil y delicada criatura presentaba indicios evidentes de una tisis galopante
a juzgar por el temblor de sus descarnados dedos, la lívida palidez de sus
labios y la leve mancha hética que afloraba a su cutis terroso. Pese a ello, un
aire de extremado haut ton se difundía por toda su persona; lucía, con un aire
tan gracioso como desenvuelto, un ancho y hermoso sudario del más fino linón de
la India; sus cabellos colgaban en bucles sobre el cuello y una suave sonrisa
jugueteaba en su boca; pero su nariz extremadamente larga, picuda, sinuosa,
flexible y llena de barros, pendía más baja que su labio inferior y a pesar de
la forma delicada con que de cuando en cuando la movía de un lado a otro con
ayuda de la lengua, daba a su fisonomía una expresión ciertamente equívoca.
Frente a ella, a
la izquierda de la dama hidrópica, sentábase un viejecito rechoncho, achacoso,
asmático y gotoso cuyas mejillas descansaban sobre sus hombros como dos enormes
odres de vino de aporto. Cruzado de brazos y con una pierna vendada puesta
sobre la mesa parecía contemplarse a sí mismo imaginando que tenía derecho a
alguna consideración especial. Indudablemente le enorgullecía mucho cada
pulgada de su persona, pero sentía especial deleite en atraer la atención sobre
su llamativa levita, prenda que debía haberle costado no poco dinero y que le
sentaba admirablemente: estaba hecha con una de esas fundas de seda
curiosamente bordadas que en Inglaterra y en otros países sirven para cubrir
los escudos de las fachadas de las casas cuando ha muerto algún miembro de la
aristocracia.
A su lado, y a
la derecha del presidente, veíase un caballero con largas calzas blancas y
calzones de algodón. Toda su figura parecía estremecerse de la manera más
ridícula como si sufriera un acceso de lo que Tarpaulin llamaba «los horrores».
Su mentón recién afeitado se sujetaba fuertemente con una venda de muselina y
sus brazos de igual modo atados por las muñecas le impedían servirse con
demasiada libertad de los licores de la mesa, precaución que hacía necesaria en
opinión de «Patas» el aspecto embotado y avinado de su fisonomía. De todas
maneras las prodigiosas orejas de aquel personaje, que sin duda eran imposibles
de aprisionar como el resto del cuerpo, se proyectaban en el espacio de la
estancia y se estremecían como, en un espasmo al ruido de cada botella que se
descorchaba.
Frente a él,
sexto y último de la reunión, se hallaba un personaje de aspecto extrañamente
rigido, atacado de parálisis, que debía sentirse, hablando en serio, sumamente
incómodo dentro de sus vestiduras. En efecto, iba ataviado con un traje
singularísimo: un hermoso y flamante ataúd de caoba. El remate apretaba el
cráneo del interesado como un casco extendiéndose sobre él a modo de capuchón y
prestando a la faz entera un aire de indescriptible interés. A ambos lados el
ataud habianse practicado escotaduras para los brazos teniendo en cuenta tanto
la elegancia como la comodidad; pero semejante atuendo impedía a su propietario
mantenerse erecto en la silla como sus compañeros y yacía reclinado contra su
soporte en un ángulo de cuarenta y cinco grados, mientras un par de enormes
ojos protuberantes giraban sus terribles globos blanquecinos hacia el techo
como asombrados por su propia enormidad.
Ante cada uno de
los presentes veíase la mitad de una calavera que servía de copa. Por encima de
sus cabezas pendía un esqueleto atado por una pierna a una soga sujeta a una
anilla del techo. La otra pierna, libre de semejante ligadura, se apartaba del
cuerpo en ángulo recto, haciendo que aquella masa bamboleante bailara y
entrechocara a cada ráfaga de viento que penetraba en la estancia. En el cráneo
de tan horrenda osamenta había carbones encendidos que lanzaban sobre la escena
una luz vacilante pero viva; en cuanto a los féretros y demás objetos propios
de una empresa de pomas fúnebres habían sido apilados en torno de la habitación
y contra las ventanas impidiendo que escapara a la calle el menor rayo de luz.
A la vista de
tan extraordinaria reunión y de sus no menos extraordinarios atavíos nuestros
dos marineros no se comportaron con todo el decoro que cabía esperar.
Apoyándose contra la pared que tenía más próxima, «Patas» dejó caer su
mandíbula inferior más de lo acostumbrado y abrió de par en par sus ojos,
mientras Hught Tarpaulin, agachándose hasta que su nariz quedó al nivel de la
mesa y apoyando las palmas de las manos en sus rodillas, prorrumpió en un
largo, fuerte y estrepitoso rugido que era una descomedida e intempestiva
risotada.
Pese a lo cual,
sin sentirse ofendido por tan grosera conducta, el alto presidente sonrió con
afabilidad a los intrusos, inclinó ante ellos con digno respeto su cabeza
adornada con el penacho de plumas y, levantándose, los tomó del brazo y los
condujo a un asiento que otro de los asistentes había preparado entre tanto
para que se acomodaran. «Patas» no ofreció la más leve resistencia y tomó
asiento donde le indicaron, mientras el galante Hugh, trasladando su caballete
funerario desde la cabecera de la mesa hasta un lugar cercano a la damisela
tísica del sudario, se instaló a su lado lleno de alegría y, echándose al
coleto una calavera llena de vino tinto, brindó por una amistad más íntima.
Al oír tal
presunción, el tieso caballero vestido con el ataúd pareció sumamente
incomodado, y hubieran podido derivarse consecuencias desagradables de no
mediar la intervención del presidente, quien luego de golpear en la mesa con su
hueso reclamó la atención de los presentes con el discurso que sigue:
-En tan feliz
ocasión es nuestro deber...
-¡Sujeta ese
cabo! -interrumpió «Patas» con gran seriedad-. Sujeta ese cabo te digo y
sepamos quién diablos sois y qué demonios hacéis aquí, aparejados como todos
los diablos del infierno y bebiéndoos el buen vino que guarda para el invierno
mi excelente piloto Will Wimble, el enterrador!
Ante esta
imperdonable muestra de descortesía todos los presentes se incorporaron a
medias profiriendo una nueva serie de espantosos y demoníacos chillidos como
los que antes atrajeron la atención de los marinos. Con todo, el presidente fue
el primero en recobrar la serenidad y, volviéndose con aire digno hacia
«Patas», replicó:
-Con mucho gusto
satisfaremos tan razonable curiosidad de nuestros ilustres huéspedes a pesar de
no haber sido invitados. Sabed que soy el monarca de estos dominios y que
gobierno mi imperio absoluto bajo el título de «Rey Peste I». Esta sala que
injuriosamente profanáis suponiéndola tienda de Will Wimble, el enterrador,
persona a quien no conocemos y cuyo plebeyo nombre no había ofendido hasta esta
noche nuestros reales oídos... esta sala, digo, es la sala del trono de nuestro
palacio dedicada a los consejos de nuestro reino y a otras sagradas y excelsas
finalidades.
La noble dama
que frente a mí se sienta es la «Reina Peste», nuestra serenísima consorte. Los
otros augustos personajes que contempláis pertenecen a nuestra familia y llevan
la marca de la sangre real bajo sus títulos respectivos de «Su Gracia el
Archiduque Pest-Ifero», «Su Gracia el Duque Pest-Ilencial» , «Su Gracia el
Duque Tem-Pestad» y «Su Alteza Serenísima la Archiduquesa Ana-Pesta».
«Por lo que
concierne -prosiguió él- a vuestra pregunta sobre las razones de nuestra
presencia en este consejo, podría dispensársenos el responder, ya que atañe a
nuestro privado y exclusivo interés y tan sólo a él y, por tanto, nadie está
autorizado a inmiscuirse en absoluto. Pero en consideración a esos derechos de
que, como huéspedes y extranjeros, os podríais creer investidos, nos dignaremos
explicaros que nos hallamos aquí esta noche, preparados por profundas búsquedas
y exactas investigaciones para examinar, analizar y determinar exactamente ese
espíritu indefinible, esas incomprensibles cualidades y la índole de los
inestimables tesoros del paladar, es decir, los vinos, cervezas y licores de
esta excelente metrópoli, para proseguir no sólo nuestros designios, sino para
acrecentar además el bienestar de ese sobrenatural soberano que reina sobre
todos nosotros, cuyos dominios son ilimitados, y cuyo nombre es «Muerte».
-¡Cuyo nombre es
Davy Jones! -gritó Tarpaulin, sirviendo a la dama que tenía a su lado un cráneo
de licor y llenando otro para él.
-¡Profano
bergante! -gritó el presidente volviendo ahora su atención hacia el indigno
Hugh-: ¡Profano y execrable canalla! Hemos dicho que en consideración a esos
derechos que ni por tu repugnante persona nos sentimos inclinados a violar,
condescendíamos a dar respuesta a vuestras groseras e insensatas preguntas.
Pero por tan sacrílega intrusión en nuestro concejo creemos nuestro deber
condenarte y multarte, a ti y a tu compañero, a beber un galón con melaza, que
brindaréis a la prosperidad de nuestro rieno, de un solo trago y de rodillas;
acto seguido quedaréis libres de continuar vuestro camino o quedaros a
compartir los privilegios de nuestra mesa conforme a vuestro gusto personal y
respectivo.
-Sería cosa
materialmente imposible- replicó entonces «Patas», a quien la arrogancia y la
dignidad de «Rey Peste I» habían inspirado evidentemente cierto respeto, por lo
cual se habían levantado para hablar sujetándose a la mesa-; sería imposible,
Majestad, que yo estibara en mi bodega la cuarta parte del licor que acabáis de
mencionar. Dejando de lado el cargamento que hemos subido a bordo esta mañana a
modo de lastre y sin mencionar los diversos licores y cervezas embarcados por
la tarde en diversos puertos, llevo en este momento un cargamento completo de
cerveza adquirido y debidamente pagado en la taberna del «Alegre Marinero».
Vuestra Majestad tendrá, pues, a bien considerar que la buena voluntad
reemplaza el hecho, pues no puedo ni quiero tragar una gota más..., y menos una
gota de esa asquerosa agua de sentina que responde al nombre de ron con melaza.
-¡Amarra eso!
-intrrumpió Tarpaulin no menos asombrado de la extensión del discurso de su
compañero que de la índole de la negativa-. ¡Amarra eso, marinero de agua
dulce! Y yo te digo, «Patas», que te dejes de charlatanería. Mi casco está aún
liviano, aunque confieso que tú te hundes un poco..., en cuanto a tu parte de
cargamento, en vez de armar tanto jaleo ya encontraré estiba para él en mi
propia cala; pero...
-Tal arreglo
-interrumpió el presidente- está en total disconformidad con los términos del
castigo o sentencia que es por naturaleza irrevocable e inapelable. Las
condiciones que hemos impuesto deben ser cumplidas al pie de la letra sin un
segundo de vacilación..., a falta de cuyo cumplimiento decretamos que ambos
seáis atados juntos por el cuello y los talones y debidamente ahogados por
rebeldes en ese tonel de cerveza.
-¡Magnífica
sentencia! ¡Justo y apropiado castigo! ¡Glorioso decreto! ¡Digna, meritoria y
sacrosanta COndena! -gritó al unísono la familia Peste.
El rey frunció
su alta frente en innumerables arrugas; el viejecillo gotoso resopló como un
par de fuelles; la dama de la mortaja de linón balanceó su nariz de un lado
para otro; el caballero de los calzones levantó las orejas; la dama del sudario
abrió la boca como un pez agonizante mientras el individuo del ataúd pareció
todavía más rígido y reviró los ojos.
-¡Uh, uh, uh!
-cacareó Tarpaulin sin fijarse en la excitación general-. ¡Uh, uh, uh! ¡Uh, uh,
uh! ¡Uh, uh, uh! Estaba yo diciendo, cuando Mr. «Rey Peste» me interrumpió, que
una bagatela de dos o tres galones más o menos de ron con melaza nada pueden
hacer a un barco tan sólido como yo sin estar demasiado cargado; pero cuando se
trata de beber a la salud del diablo (a quien Dios perdone) y ponerme de
rodillas ante ese espantajo de rey a quien conozco tan bien como a mí mismo,
pobre pecador que soy..., sí, lo conozco porque se trata de Tim Hurlygurly, el
cómico de la legua..., pues bien, en ese caso ya no sé realmente qué pensar.
No le
permitieron acabar tranquilamente su discurso. Al oír el nombre de Tim
Hurlygurly la reunión entera saltó en sus asientos.
-¡Traición!
-gritó su majestad el «Rey Peste 1».
-¡Traición!
-gritó el hombrecillo gotoso.
-¡Traición!
-gritó la Archiduquesa Ana-Pesta.
-¡Traición!
-farfulló el caballero de las mandíbulas atadas.
-¡Traición!
-exclamó el del ataúd.
-¡Traición,
traición! -aulló su majestad la dama de la bocaza. Y cogiendo por los fondillos
de los calzones al infortunado Tarpaulin en el momento en que se disponía a
beber otra calavera de licor, lo alzó en el aire y lo dejó caer sin ceremonia
alguna en la gran barrica repleta de su cerveza preferida. Empujado de un lado
para otro y luego de flotar y hundirse varias veces como una manzana en una
ponchera, terminó desapareciendo en el remolino de espuma que sus movimientos
habían provocado ya en el efervescente licor.
Pero «Patas» no
estaba dispuesto a resignarse ante la derrota de su compañero. Empujando al
«Rey Peste» por la trampa abierta, el valiente marinero dejó caer con violencia
la tapa sobre él con un juramento y corrió a grandes zancadas hacia el centro
de la estancia. Arrancando el esqueleto colgado sobre la mesa, baló de él con
tanta energía y buena voluntad que cuando los últimos resplandores se apagaban
en la instancia alcanzó a saltar la tapa de los sesos del hombrecillo gotoso.
Precipitándose
luego con toda su fuerza contra la fatídica barrica llena de cerveza y de Hugh
Tarpaulin, la volcó en un segundo. Brotó un verdadero diluvio de licor tan
impetuoso, tan arrolladar, tan terrible, que la habitación quedó inundada de
pared a pared, la mesa volcada con cuanto estaba encima, los caballetes
derribados patas arriba, la ponchera disparada hacia la chimenea..., y las
damas con grandes ataques de nervios. Pilas de accesorios mortuorios flotaban
aquí y allá. Jarros, picheles y garrafas se confundían en aquella melée y las
damajuanas entrechocaban desesperadamente con los botellones vacíos. El hombre
de los «horrores» se ahogó allí mismo, el caballero paralítico salió flotando
de su féretro... y el victorioso «Patas», tomando por el talle a la gruesa dama
del sudario, se lanzó con ella a la calle y puso proa en derechura hacia el
«Free and Easy» seguido, viento en popa, por el temible Hugh Tarpaulin quien,
luego de estornudar tres o cuatro veces, jadeaba y resoplaba tras sus talones
llevando consigo a la Arquiduquesa Ana-Pesta.