Hace años, a fin
de viajar de Charleston, en la Carolina del Sur, a Nueva York, reservé pasaje a
bordo del excelente paquebote Independence, al mando del capitán Hardy. Si el
tiempo lo permitía, zarparíamos el 15 de aquel mes (junio); el día anterior, o
sea el 14, subí a bordo para disponer algunas cosas en mi camarote. Descubrí
así que tendríamos a bordo gran número de pasajeros, incluyendo una cantidad de
damas superior a la habitual. Noté que en la lista figuraban varios conocidos
y, entre otros nombres, me alegré de encontrar el de Mr. Cornelius Wyatt, joven
artista que me inspiraba un marcado sentimiento amistoso.
Habíamos sido
condiscípulos en la Universidad de C... y solíamos andar siempre juntos. Su temperamento
era el de todo hombre de talento y consistía en una mezcla de misantropía,
sensibilidad y entusiasmo. A esas características unía el corazón más ardiente
y sincero que jamás haya latido en un pecho humano.
Observé que el
nombre de mi amigo aparecía colocado en las puertas de tres camarotes, y luego
de recorrer otra vez la lista de pasajeros, vi que había sacado pasaje para sus
dos hermanas, su esposa y él mismo. Los camarotes eran suficientemente amplios
y tenían dos literas, una sobre la otra. Excesivamente estrechas, las literas
no podían recibir a más de una persona; de todos modos no alcancé a comprender
por qué, para cuatro pasajeros, se habían reservado tres camarotes. En esa
época me hallaba justamente en uno de esos estados de melancolía espiritual que
inducen a un hombre a mostrarse anormalmente inquisitivo sobre meras
nimiedades; confieso avergonzado, pues, que me entregué a una serie de
conjeturas tan enfermizas como absurdas sobre aquel camarote de más. No era
asunto de mi incumbencia, claro está, pero lo mismo me dediqué pertinazmente a
reflexionar sobre la solución del enigma. Por fin llegué a una conclusión que
me asombró no haber columbrado antes: «Se trata de una criada, por supuesto -me
dije-. ¡Se precisa ser tonto para no pensar antes en algo tan obvio!»
Miré nuevamente
la lista de pasajeros, descubriendo entonces que ninguna criada habría de
embarcarse con la familia, aunque por lo visto tal había sido en principio la
intención, ya que luego de escribir: «y criada», habían tachado las palabras.
«Pues entonces se trata de un exceso de equipaje -me dije-, algo que Wyatt no
quiere hacer bajar a la cala y prefiere tener a mano... ¡Ah, ya veo: un cuadro!
Por eso es que ha andado tratando con Nicolino, el judío italiano.»
La suposición me
satisfizo y por el momento dejé de lado mi curiosidad.
Conocía muy bien
a las dos hermanas de Wyatt, jóvenes tan amables como inteligentes. En cuanto a
su esposa, como aquél llevaba poco tiempo de casado, aún no había podido verla.
Wyatt había hablado muchas veces de ella en mi presencia, con su estilo
habitual lleno de entusiasmo. La describía como de espléndida belleza, llena de
ingenio y cualidades. De ahí que me sintiera muy ansioso por conocerla.
El día en que
visité el barco (el 14), el capitán me informó que también Wyatt y los suyos
acudirían a bordo, por lo cual me quedé una hora con la esperanza de ser
presentado a la joven esposa. Pero al fin se me informó que «la señora Wyatt se
hallaba indispuesta y que no acudiría a bordo hasta el día siguiente, a la hora
de zarpar».
Llegó el
momento, y me encaminaba de mi hotel al embarcadero cuando encontré al capitán
Hardy, quien me dijo que, «debido a las circunstancias» (frase tan estúpida
como conveniente), el Independence no se haría a la mar hasta uno o dos días
después, y que, cuando todo estuviera listo, me mandaría avisar para que me
embarcara.
Encontré esto
bastante extraño, ya que soplaba una sostenida brisa del Sur, pero como «las
circunstancias» no salían a luz, pese a que indagué todo lo posible al
respecto, no tuve más remedio que volverme al hotel y devorar a solas mi
impaciencia.
Pasó casi una
semana sin que llegara el esperado aviso del capitán. Lo recibí por fin y me
embarqué de inmediato. El barco estaba atestado de pasajeros y había la confusión
habitual en el momento de izar velas. El grupo de Wyatt llegó unos diez minutos
después que yo. Estaban allí las dos hermanas, la esposa y el artista -este
último en uno de sus habituales accesos de melancólica misantropía-. Demasiado
conocía su humor, sin embargo, para prestarle especial atención. Ni siquiera se
molestó en presentarme a su esposa, quedando este deber de cortesía a cargo de
su hermana Marian, tan amable como inteligente, quien con breves y presurosas
palabras nos presentó el uno a la otra.
La señora Wyatt
se cubría con un espeso velo y, cuando lo levantó para contestar a mi saludo,
debo reconocer que me quedé profundamente asombrado. Pero mucho más me hubiera
asombrado de no tener ya el hábito de aceptar a beneficio de inventario las entusiastas
descripciones de mi amigo, toda vez que se explayaba sobre la hermosura
femenina. Cuando la belleza constituía su tema, sabía de sobra con qué
facilidad se remontaba a las regiones del puro ideal.
La verdad es que
no pude dejar de advertir que la señora Wyatt era una mujer decididamente
vulgar. Si no fea del todo, me temo que no le andaba muy lejos. Vestía, sin
embargo, con exquisito gusto, y no dudé de que había cautivado el corazón de mi
amigo con las gracias más perdurables del intelecto y del alma. Pronunció muy
pocas palabras, e inmediatamente entró en el camarote en compañía de su esposo.
Mi anterior
curiosidad volvió a dominarme. No había ninguna criada, y de eso no cabía duda.
Me puse a observar en busca del equipaje extra. Luego de alguna demora, llegó
al embarcadero un carro conteniendo una caja oblonga de pino, que al parecer
era lo único que se esperaba. Apenas a bordo la caja, levamos ancla, y poco
después de cruzar felizmente la barra enfrentamos el mar abierto.
He dicho que la
caja en cuestión era oblonga. Tendría unos seis pies de largo por dos y medio
de ancho. La observé atentamente, y además me gusta ser preciso. Ahora bien, su
forma era peculiar y, tan pronto la hube contemplado en detalle, me felicité
por lo acertado de mis conjeturas. Se recordará que, de acuerdo con éstas, el
equipaje extra de mi amigo el artista debía consistir en cuadros, o por lo
menos en un cuadro. No ignoraba que durante varias semanas Wyatt había
mantenido conversaciones con Nicolino, y ahora veía a bordo una caja que, a
juzgar por su forma, sólo podía servir para guardar una copia de La última cena
de Leonardo; no ignoraba, además, que una copia de esa pintura, ejecutada en
Florencia por Rubini el joven, había estado cierto tiempo en posesión de Nicolino.
Me pareció, pues, que la cuestión quedaba suficientemente resuelta. Me reí,
quizá demasiado, pensando en mi perspicacia. Era la primera vez que, hasta
donde podía saberlo, Wyatt me ocultaba alguno de sus secretos artísticos; pero
no cabía duda de que en esta ocasión trataba de hacerme una treta y pasar de
contrabando a Nueva York una magnífica pintura, confiando en que no me daría
cuenta de nada. Resolví tomarme un buen desquite, sin esperar mucho.
Había no
obstante algo que me fastidiaba. La caja no fue colocada en el camarote
sobrante, sino depositada en el de Wyatt, donde ocupaba casi por completo el
piso para evidente incomodidad del artista y de su esposa, acrecentada además
porque la brea o la pintura con la cual se habían trazado grandes letras emitía
un olor muy fuerte, desagradable y, para mí, especialmente repugnante. Sobre la
tapa aparecían estas palabras: «Sra. Adelaide Curtis, Albany, Nueva York. Envío
de Cornelius Wyatt, Esq. Este lado hacia arriba. Trátese con cuidado.»
Estaba yo
enterado de que la señora Adelaide Curtis, de Albany, era la suegra del
artista, pero consideré que éste había hecho estampar su nombre a fin de
mistificarme mejor. Me sentía seguro de que la caja y su contenido no seguirían
viaje a Albany, sino que quedarían en el estudio de mi misantrópico amigo, en
la calle Chambers de Nueva York.
Durante los
primeros tres o cuatro días tuvimos un tiempo excelente a pesar del viento de
proa -pues había virado al Norte apenas hubimos perdido de vista la costa-. Por
consiguiente, los pasajeros estaban de muy buen humor y dispuestos a la
sociabilidad. Tengo que exceptuar, sin embargo, a Wyatt y a sus hermanas, que
se mostraban reservados y fríos, en forma que no pude menos de considerar
descortés hacia el resto del pasaje. De la conducta de Wyatt no me preocupaba
mucho. Estaba melancólico más allá de lo acostumbrado en él; incluso diré que
se mostraba lúgubre, pero no podía extrañarme dadas sus excentricidades. En
cambio me resultaba imposible excusar a sus hermanas. Se encerraban en su camarote
la mayor parte del día, negándose terminantemente, a pesar de mi insistencia, a
alternar con nadie a bordo.
La señora Wyatt
era, en cambio, mucho más agradable. Vale decir que era parlanchina, y esto
tiene mucha importancia en un viaje por mar. Pronto se mostró excesivamente
familiar con la mayoría de las señoras y, para mi profunda estupefacción,
mostró una tendencia poco disimulada a coquetear con los hombres. A todos nos
divertía muchísimo.
Digo «divertía»,
pero apenas si sé cómo explicarme. La verdad es que muy pronto advertí que la
gente se reía más de ella que por ella. Los caballeros reservaban sus
opiniones, pero las damas no tardaron en declararla «una excelente mujer, nada
bonita, sin la menor educación y decididamente vulgar». Lo que asombraba a
todos era cómo Wyatt había podido caer en la trampa de semejante matrimonio. Se
pensaba, claro está, en razones de fortuna, pero yo sabía que la solución no
residía en eso, pues Wyatt me había informado que su esposa no aportaba un solo
centavo al matrimonio, ni tenía la menor esperanza de heredar. Se había casado
con ella -según me dijo- por amor y solamente por amor, pues su esposa era más
que merecedora de cariño.
Pensando en
estas frases de mi amigo me sentí perplejo más allá de toda descripción. ¿Podía
ser que estuviera perdiendo la razón? ¿Qué otra cosa podía pensar? Él, tan
refinado, tan intelectual, tan exquisito, con una percepción finísima de todo
lo imperfecto, con tan aguda apreciación de la belleza. A decir verdad, la dama
parecía muy enamorada de él -especialmente en su ausencia-, y se ponía en
ridículo al citar repetidamente lo que había dicho «su adorado esposo, el señor
Wyatt». La palabra «esposo» parecía siempre -para usar una de sus delicadas
expresiones- «en la punta de su lengua». Pero entretanto todos advirtieron que
él la evitaba de la manera más evidente y que prefería encerrarse solo en su
camarote, donde bien podía decirse que vivía, dejando plena libertad a su
esposa para que se divirtiera a gusto en las reuniones del salón.
De lo que había
visto y oído extraje la conclusión de que el artista, movido por algún
inexplicable capricho del destino, o presa quizá de un acceso de pasión tan
entusiasta como fantástico, se había unido a una persona por completo inferior
a él, y que no había tardado en sucumbir a la consecuencia natural, o sea a la
más viva repugnancia. Me apiadé de él desde lo más profundo de mi corazón, pero
no por ello pude perdonarle el secreto que había mantenido sobre el embarque de
La última cena. Continué, pues, resuelto a saborear mi venganza.
Un día subió
Wyatt al puente y, luego de tomarlo del brazo como era mi antigua costumbre,
echamos a andar de un lado a otro. Su melancolía (que yo encontraba muy natural
dadas las circunstancias) continuaba invariable. Habló poco, con tono
malhumorado y haciendo un gran esfuerzo. Aventuré una broma y vi que luchaba
penosamente por sonreír. ¡Pobre diablo! Pensando en su esposa, me maravillaba
que fuera incluso capaz de aparentar alegría. Pero, finalmente, me determiné a
sondearlo a fondo, comenzando una serie de veladas insinuaciones sobre la caja
oblonga, a fin de que, poco a poco, se diera cuenta de que yo no era para nada
víctima de su pequeña mistificación. Con tal propósito, y a fin de descubrir
mis baterías, dije algo sobre la «curiosa forma de esa caja»; y al pronunciar
estas palabras le hice una sonrisa de inteligencia, le guiñé un ojo, todo esto
mientras le daba suavemente con el dedo en las costillas.
La manera con
que Wyatt recibió tan inocente broma me convenció al punto de que se había
vuelto loco. Primeramente me miró como si le resultara imposible comprender el
ingenio de mi observación; pero, a medida que mis palabras iban abriéndose
lentamente paso en su cerebro, los ojos parecieron querer salírsele de las órbitas.
Su rostro se puso escarlata, luego palideció espantosamente y, como si lo que
yo había insinuado le divirtiera muchísimo, estalló en carcajadas que, para mi
estupefacción, se prolongaron cada vez con más fuerza durante largos minutos.
Finalmente se desplomó pesadamente sobre cubierta; mientras me esforzaba por
levantarle, tuve la impresión de que había muerto.
Pedí auxilio y,
con mucho trabajo, le hicimos volver en sí. Apenas reaccionó se puso a hablar
incoherentemente, hasta que le sangramos y le metimos en cama. A la mañana
siguiente se había recobrado del todo, por lo menos en lo que se refiere a la
salud física. De su mente prefiero no decir nada. Evité encontrarme con él
durante el resto del viaje, siguiendo el consejo del capitán, quien parecía coincidir
plenamente conmigo en que Wyatt estaba loco, pero me pidió que no dijese nada a
los restantes pasajeros.
Inmediatamente
después de la crisis de mi amigo ocurrieron varias cosas que exaltaron todavía
más la curiosidad que me poseía. Entre otras, señalaré la siguiente: Me sentía
nervioso por haber bebido demasiado té verde, y dormía mal, tanto que durante
dos noches no pude pegar los ojos. Mi camarote daba al salón principal, o salón
comedor, como todos los camarotes ocupados por hombres solos. Las tres cabinas
de Wyatt comunicaban con el salón posterior, el cual estaba separado del
principal por una liviana puerta corrediza que no se cerraba nunca, ni siquiera
de noche. Como seguíamos navegando con viento en contra, el barco escoraba
acentuadamente a sotavento y, cada vez que el lado de estribor se inclinaba en
ese sentido, la puerta divisoria se corría y quedaba en esa posición, sin que
nadie se molestara en levantarse y cerrarla. Mi camarote hallábase en una
posición tal que, cuando tenía abierta la puerta (lo que ocurría siempre, a
causa del calor), podía ver con toda claridad el salón posterior, e incluso esa
parte adonde daban los camarotes de Wyatt. Pues bien, durante dos noches (no
consecutivas), en que me hallaba despierto, vi que, a eso de las once, la
señora Wyatt salía cautelosamente del camarote de su esposo y entraba en el
camarote sobrante, donde permanecía hasta la madrugada, hora en que Wyatt iba a
buscarla y la hacía entrar nuevamente en su cabina. Resultaba claro, pues, que
el matrimonio estaba separado. Ocupaban habitaciones aparte, sin duda a la
espera de un divorcio más absoluto; y pensé que en eso residía, después de
todo, el misterio del camarote suplementario.
Mucho me
interesó, además, otra circunstancia. Durante las dos noches de insomnio a que
he aludido, e inmediatamente después que la señora Wyatt hubo entrado en el
tercer camarote, atrajeron mi atención ciertos singulares sonidos ahogados que
brotaban del de su esposo. Tras de escuchar un tiempo, logré explicarme
perfectamente su significado. Aquellos ruidos los producía el artista al abrir
la caja oblonga mediante un escoplo y una maza, esta última envuelta en alguna
materia algodonosa o de lana que amortiguaba los golpes.
A fuerza de
escuchar me pareció que podía distinguir el preciso momento en que Wyatt
levantaba la tapa, y también cuando la retiraba a fin de depositarla en la
litera superior de su cabina. Me di cuenta de esto último a causa de los golpecitos
que daba la tapa contra los tabiques de madera del camarote, mientras que Wyatt
trataba de depositarla con toda suavidad en la litera, por no haber espacio en
el suelo. A eso seguía un profundo silencio, sin que volviera a escuchar nada
hasta el amanecer, como no fuera, si cabe mencionarlo, un leve sonido semejante
a sollozos o suspiros, tan sofocados que resultaban casi inaudibles -a menos
que se tratara de un producto de mi imaginación-. He dicho que aquello hacía
pensar en sollozos o suspiros, pero muy bien podía tratarse de otra cosa; más
bien cabía pensar en una ilusión auditiva. Sin duda, de acuerdo con sus
hábitos, Wyatt se entregaba a uno de sus caprichos, dejándose llevar por un
arrebato de entusiasmo artístico, y abría la caja oblonga a fin de regalar sus
ojos con el tesoro pictórico que encerraba. Por supuesto, nada había en esto
que justificara un rumor de sollozos; repito, pues, que debía tratarse de una
alucinación de mi mente, excitada por el té verde del excelente capitán Hardy.
En las dos noches de que he hablado, poco antes del alba oí cómo Wyatt volvía a
colocar la tapa sobre la caja oblonga, introduciendo los clavos en sus agujeros
por medio de la maza envuelta en trapos. Hecho esto salía de su camarote
completamente vestido e iba en busca de la señora Wyatt, que se hallaba en la
otra cabina.
Llevábamos siete
días en el mar y habíamos pasado ya el cabo Hatteras, cuando nos asaltó un
fortísimo viento del sudoeste. Como el tiempo se había mostrado amenazante, no
nos tomó desprevenidos. Todo a bordo estaba bien aparejado y, cuando el viento
se hizo más intenso, nos dejamos llevar con dos rizos de la mesana cangreja y
el trinquete.
Con este velamen
navegamos sin mayor peligro durante cuarenta y ocho horas, ya que el barco
resultó ser muy marino y no hacía agua. Pero, al cumplirse este tiempo, el
viento se transformó en huracán y la mesana cangreja se hizo pedazos, con lo
cual quedamos de tal modo a merced de los elementos que de inmediato nos
barrieron varias olas enormes, en rápida sucesión. Este accidente nos hizo
perder tres hombres, aparte de quedar destrozadas las amuradas de babor y la
cocina. Apenas habíamos recobrado algo de calma cuando el trinquete voló en
jirones, lo que nos obligó a izar una vela de estay, pudiendo así resistir algunas
horas, pues el barco capeaba el temporal con mayor estabilidad que antes.
Pero el huracán
mantenía toda su fuerza, sin dar señales de amainar. Pronto se vio que la
enjarciadura estaba en mal estado, soportando una excesiva tensión; al tercer
día de la tempestad, a las cinco de la tarde, un terrible bandazo a barlovento
mandó por la borda nuestro palo de mesana. Durante más de una hora luchamos por
terminar de desprenderlo del buque, a causa del terrible rolido; antes de
lograrlo, el carpintero subió a anunciarnos que había cuatro pies de agua en la
sentina. Para colmo de males descubrimos que las bombas estaban atascadas y que
apenas servían.
Todo era ahora
confusión y angustia, pero continuamos luchando para aligerar el buque, tirando
por la borda la mayor parte del cargamento y cortando los dos mástiles que
quedaban. Todo esto se llevó a cabo, pero las bombas seguían inutilizables y la
vía de agua continuaba inundando la cala.
A la puesta del
sol el huracán había amainado sensiblemente y, como el mar se calmara,
abrigábamos todavía esperanzas de salvarnos en los botes. A las ocho de la
noche las nubes se abrieron a barlovento y tuvimos la ventaja de que nos
iluminara la luna llena, lo cual devolvió el ánimo a nuestros abatidos
espíritus.
Después de una
increíble labor pudimos por fin botar al agua la chalupa y embarcamos en ella a
la totalidad de la tripulación y a la mayor parte de los pasajeros. Alejóse la
chalupa y, al cabo de muchísimos sufrimientos, llegó finalmente sana y salva a
Ocracoke Inlet, tres días después del naufragio.
Catorce
pasajeros quedamos a bordo con el capitán, resueltos a intentar fortuna en el
botequín de popa. Lo botamos sin dificultad, aunque sólo por milagro no se
volcó al tocar el agua, y embarcaron en él el capitán y su esposa, Wyatt y su
familia, un oficial mexicano con su esposa y sus cuatro hijos, y yo con mi
criado de color.
Como es natural,
no había allí espacio para otra cosa que unos pocos instrumentos
imprescindibles, provisiones y las ropas que llevábamos puestas. Nadie había
pensado siquiera en salvar otros bienes. ¡Cuál no sería nuestra estupefacción
cuando, apenas alejados del barco, vimos a Wyatt que se ponía de pie en la popa
del bote y, fríamente, pedía al capitán Hardy que nos acercáramos otra vez al
barco para embarcar su caja oblonga!
-Siéntese usted,
señor Wyatt -replicó el capitán con alguna severidad-. Terminará por hacer
zozobrar el bote si no se está quieto. ¿No ve que la borda está al ras del
agua?
-¡La caja!
-vociferó Wyatt, siempre de pie-. ¡La caja, le digo! Capitán Hardy, no puede
usted rehusarme lo que le pido... ¡No, no puede! ¡No pesa casi nada.... apenas
una nada! ¡Por la madre que le dio a luz, por el amor del cielo, por lo que más
quiera... le imploro que volvamos a buscar la caja!
Durante un momento
el capitán pareció conmovido por las súplicas, pero no tardó en recobrar su
aire adusto y replicó:
-Señor Wyatt,
usted está loco, y no lo escucharé. ¡Siéntese le digo, o hará zozobrar el bote!
¡Vosotros, sujetadlo... pronto... o saltará al agua...! ¡Ah... demasiado tarde!
En efecto, al
decir el capitán estas palabras, Wyatt se había arrojado al agua y, como
todavía estábamos al socaire del buque, logró, tras un sobrehumano esfuerzo,
sujetarse de una cuerda que colgaba a proa. Un instante después trepaba a
cubierta y corría frenéticamente hacia la escotilla que llevaba a los
camarotes.
Entretanto
habíamos sido llevados hacia la popa del barco y, sin la protección de su
casco, quedamos inmediatamente a merced del terrible oleaje. Nos esforzamos por
acercarnos otra vez, pero nuestro pequeño bote era como una pluma en el soplo
de la tempestad. Nos bastó una ojeada para comprender que el destino del
infortunado artista estaba sellado.
A medida que
aumentaba nuestra distancia del buque casi sumergido, vimos que el loco (ya que
sólo podíamos considerarlo como tal) aparecía otra vez en cubierta y, con
fuerzas que parecían las de un gigante, arrastraba consigo la caja oblonga.
Mientras lo contemplábamos en el colmo de la estupefacción, vimos que arrollaba
rápidamente una cuerda a la caja y la pasaba luego varias veces por su cuerpo.
Un instante después ambos caían al mar, desapareciendo instantáneamente y para
siempre.
Por un momento
detuvimos el movimiento de los remos, clavados los ojos en el lugar del drama.
Por fin reanudamos nuestros esfuerzos, y pasó una hora sin que nadie dijera una
palabra. Yo me atreví, por fin, a insinuar una observación.
-¿Reparó usted,
capitán, en cómo se hundieron de golpe? ¿No es sumamente curioso? Confieso que,
por un momento, tuve una débil esperanza de que Wyatt se salvaría, al ver que
se ataba a la caja y se confiaba así al mar.
-Por supuesto
que se hundieron, y con la rapidez de una bala de plomo -repuso el capitán-.
Sin embargo volverán a subir a la superficie... pero no antes de que la sal se
disuelva.
-¡La sal!
-exclamé.
-¡Sh...! -dijo
el capitán, señalándome a la esposa y hermanas del muerto-. Ya hablaremos de
esas cosas en un momento más oportuno.
Mucho sufrimos,
y escapamos por muy poco de la muerte, pero la fortuna nos favoreció al igual
que a nuestros camaradas de la chalupa. Más muertos que vivos, después de
cuatro días de horrible angustia, tocamos tierra en la playa opuesta a Roanoke
Island. Permanecimos allí una semana, pues los raqueros no nos trataron mal, y
finalmente hallamos la manera de llegar a Nueva York.
Un mes después
de la pérdida del Independence, me encontré casualmente en Broadway con el
capitán Hardy. Como es natural, nuestra conversación versó sobre el naufragio
y, en especial, sobre el triste destino del pobre Wyatt. En esa ocasión me
enteré de los detalles siguientes:
El artista había
tomado pasaje para él, su esposa, sus dos hermanas y una criada. Tal como él la
había descrito, su esposa era la más encantadora y cultivada de las mujeres. En
la mañana del 14 de junio (día en que visité por primera vez el barco), la
señora Wyatt enfermó repentinamente y murió. El joven esposo estaba enloquecido
de dolor, pero las circunstancias le impedían aplazar su viaje a Nueva York.
Era necesario que llevara a su madre el cuerpo de la esposa adorada, aunque,
por otra parte, no ignoraba que un prejuicio universal le impediría hacerlo
abiertamente. De cada diez pasajeros, nueve habrían abandonado el barco antes
de hacerse a la mar en compañía de un cadáver.
En este dilema,
el capitán Hardy consintió en que el cuerpo, parcialmente embalsamado y
colocado entre espesas capas de sal en una caja de dimensiones adecuadas, fuera
subido a bordo como si se tratara de una mercancía. Nada se diría sobre el
fallecimiento de la dama; mas, como ya era sabido que Wyatt había tomado pasaje
para él y su esposa, fue preciso encontrar a alguien que desempeñara el papel
de esta última durante el viaje. La doncella de la difunta aceptó ese papel
voluntariamente. El camarote sobrante, que en principio había sido tomado para
la criada, fue, naturalmente, conservado. Allí dormía aquélla, como se
supondrá, todas las noches. De día representaba, en la medida de sus
posibilidades, el papel de ama -cuya persona era totalmente desconocida para
los pasajeros de a bordo, como se tuvo buen cuidado de verificar previamente.
En cuanto a mi
engaño, nació de un temperamento demasiado negligente, inquisidor e impulsivo.
Pero, desde entonces, es muy raro que duerma bien de noche. De cualquier lado
que me vuelva, hay siempre un rostro que me hostiga. Y una risa histérica
resonará para siempre en mis oídos.